La otrora apacible vida del pueblo de Buin ha visto, con el paso de los años, el arribo de numerosos citadinos que buscan en sus campos, algo de paz y tranquilidad.
Persisten sus polvorientas calles, sus recodos y viejos almacenes de barrio, incluso el pasar de caballos y carretas que transitan en medio de vergeles y chacarerías.
Las zarzamoras van adornando las orillas de los caminos y trepan sobre las alambradas que cursan los anchos terruños y que de noche parecen convertirse en espectros o sombras que mortifican los acompasados despertares campechanos.
Sin embargo, de todos esos lugares, sólo uno es temido y renombrado. Apenas un recodo conocido como “La vuelta de Patas Negras”.
El caso es que pocos se aventuran a caminar a altas horas de la noche por ese camino mal nombrado así por sus propios vecinos, al parecer para referirse al mismísimo diablo que dicen, ronda desde la espesura acompañado de terribles espíritus.
Lo mejor era prevenir y no aventurarse demasiado en aquel lugar, por miedo a lo desconocido.
Algunos jóvenes esperaban la medianoche para caminar en las inmediaciones del fundo de la familia Lanz y de esta manera probar su valentía.
Para los más antiguos, esto era motivo de mala suerte, ya que pensaban era mejor no provocar a estos fenómenos extraños so pena de vivir una de las peores experiencias de vida.
Fue el caso de “Don Goyo”, que desoyó la advertencia, producto de un arrojado e indolente signo emocional que creyó batir, en una especie de duelo para acarrearse fama en la región.
Después de este evento, nunca volvió a ser el mismo y costaba creer que este “guiñapo humano”, era uno de los capataces más apuestos del pueblo de Buin, muy cotizado por las damas, con cierto aire a bonachón.
La “Vuelta de Patas Negras”, era paso obligado para las romerías a la iglesia de Maipo, en días de la “Purísima Virgen”, mismo caso para Fiestas Patrias, donde pululaban numerosos afuerinos rumbo a las famosas ramadas del callejón de “Pancho Silva”.
Cueca, vino, chicha, comida y volantines era el llamado ideal que atraía a las familias que llegaban de forma masiva a despertar las semidormidas callecitas de Buin, pero era de esperar en tan grande acontecimiento popular.
Era así hasta ese lejano episodio que aún es recordado y que indignó a sus habitantes al encontrarse el cadáver de un querido vecino llamado José Antonio, justo en la famosa “Vuelta de Patas Negras”.
Las pericias apuntaron a un asesinato bastante particular, que en primera instancia se atribuyó a los asaltantes de caminos y cuatreros que deambulaban como “Pedro por su casa”. Esto, si no fuera por que el desafortunado hombre conservaba todas sus especies de valor; el dinero y su ropa.
El día de su velorio, sus acongojados vecinos y familiares no daban crédito a lo sucedido y cómo este buen semejante había pasado por ese maldito lugar.
A manera de “cuchicheos” se rumoreaba que lo suyo no era “obra de este mundo”, atribuyéndole designios macabros a su muerte, de autoría misteriosa y profana.
Don Goyo, quien estaba presente en dicha conversación levantó sus exclamaciones y con tono enfático libró una acalorada discusión:
¡Meh!…¡ésta si que es güena!, ahora creen en esas custiones de los “aparecíos”. Pa’ que sepan yo le tengo mieo a los puros vivos, de los finaos no hay na’ que preocuparse.
Este pobre amigo jué víctima de un bandío y eso es lo que pasó.
Y, pa’ que vean bien y se dejen de hablar leseras, mañana mesmo a la medianoche voy a pasare por la “vuelta de Patas Negras”
Un silencio estremeció a los deudos quienes miraron piadosamente a Don Goyo que tendría que pagar su apuesta.
Al día siguiente todos se reunieron en el “bodegón”, una especie de cocinería y cantina destinada a recibir a los parroquianos después de sus labores en el campo.
Cerca de la medianoche se vio pasar al jinete osado rumbo a la “vuelta”.
Absortos lo miraban con compasión, tal vez sabían que algo malo le esperaba, pero era un conejillo de indias, por lo tanto les ganó la morbosidad.
A medida que avanzaba por la calle del Comercio, los faroles se apagaban casi a la par, como en una escena de película, cuando el paladín atravesaba las puertas de sus enemigos, que en este caso bajo múltiples persignaciones decían que atravesaría los umbrales del infierno, pero esto a Don Goyo no le preocupaba, más que su talante y gallardía.
Si bien, no era su camino habitual, apresuró el paso junto a su yegua “Chispa”, para dejar atrás los puentes y las acequias, mientras que el pueblo yacía silencioso y expectante.
Adelante no era más que una tensa bruma que parecía disipar desde la bocanada, hilvanando los claroscuros sobre muros blanquecinos, pero nada más.
Casi llegando al desdichado quiebre, notó un frío inusual y más allá un mediano e indefinido punto de luz desde las zarzas moviéndose lentamente y tomando forma característica. “Tal vez la luz de una vela”– dijo, y avanzó sin temor.
Aquella especial nubada alertó a “Chispa” e hizo que no avanzara al mismo paso.
Ya más trémulo se ubicó a un paso de algo parecido a un “fuego fatuo” que dibujó la silueta de una hermosa mujer joven de piel blanca, cabellos largos y mirada serena que esperaba a la orilla de una acequia.
“¿A quién espera la muchacha?” – pensó, luego se preparó para hablar y en vez de eso ella dio un salto sorprendente hasta quedar en la grupa de su montura, firme y agarrada a la cintura del jinete.
La yegua ejecutó movimientos bruscos, pero logró ser dominada por éste que apenas mirando de reojo ubicó la delgada escultura de la mujer que amorosamente comenzó a acicalarse.
Y, como si la noche fuera joven, prosperó su andada, dejándose sorprender por la fugaz mujer que apretaba su vientre.
“No me van a creer en el pueblo” – pensaba Don Goyo – “fui por lana y salí con un chaleco”– balbuceó.
A poco andar, deduciendo las claras intenciones de la joven, giró su cabeza para robar un pequeño beso de complicidad, pero al quedar frente a frente encontró un monstruoso esqueleto putrefacto que crujía en estrépitos, dejando ver dos cuencas y huesudas manos agarrándolo como la hiedra.
Escuchó a lo lejos un chirrido penetrante, seguido de un llanto profuso en un averno.
Efectivamente, era…”la Vuelta de Patas Negras”.
Pasó una semana y nadie supo lo ocurrido con Don Goyo, hasta que unos amigos fueron a visitarlo al hospital donde se debatía entre la vida y la muerte.
Nadie explicó su mudez o el porqué de sus cabellos blancos, su mirada fija, su cara demacrada.
A partir de entonces, no volvió a trabajar en el fundo Santa Mercedes.
Comenzó a experimentar terribles pesadillas que lo acompañaron hasta el día de su muerte donde logró escribir lo sucedido, tal como aquí fue narrado.
Fuente: A través de Cien Años, de Romeo Salinas Adaptación: Marcelo Mallea H.