L a Estación de Ferrocarriles es una estampa de viejos tiempos, un escenario de ida y regreso donde conviven despedidas y reencuentros.
Recorro un largo pasaje, buscando los nombres de las personas que fallecieron en aquel terrible accidente del domingo 17 de julio de 1955 a las 8 de la mañana y 55 minutos; almas que se encontraban en tránsito hacia el sur y que por error humano nunca llegaron a destino.
Los fieles no esperaron a salir de misa ante la sorpresa del cura párroco, pues era imperioso acudir a la estación. Algo grande estaba pasando, algo fuera de todo orden, justo en el centro de las semi-dormidas calles de la ciudad.
Las radioemisoras comenzaban a dar sus primeros reportes y se constituía en el lugar un amplio contingente militar y civil, compuesto por la Cruz Roja, Defensa Civil, Bomberos, Carabineros, Escuela de infantería y un largo desfile de ambulancias.
El tiempo detenía su marcha sobre el escampado, desparramando efluvios y cenizas a través de un incendio que proyectó el punto más álgido de la jornada.
Todo comenzó cuando el tren con destino “Alameda-San Rosendo”, había salido media hora antes desde la Alameda e hizo una parada más larga de lo habitual en San Bernardo.
Esa mañana una densa niebla lo cubría todo y la muerte danzaba por los rieles, adquiriendo forma y figura de una locomotora a vapor tipo 80 (la N° 842), con destino a “Pichilemu”.
La enorme máquina de metal se incrustó en los livianos vagones de madera y acabó en el acto con la vida de más de una treintena de personas. Otras tantas correrían el mismo infortunio mientras recibían atención médica.
La confusión en los andenes era total, un caos desorbitado y surreal, una escena sacada de una película de terror.
Pese a todo, tres pasajeros salvaron sus vidas y otros que habían aprovechado de estirar las piernas tras la larga espera, por azar o destino no se encontraban en los atestados vagones de tercera clase.
El maquinista declaró que esa mañana había visualizado una luz verde a la entrada de la Estación, razón por la que continuó su marcha sin saber que corría directo al punto de colisión.
Mientras tanto, gran cantidad de vecinos se agolpaban a las afueras de la estación, apenas encaramándose a una reja que finalmente cedió por el exceso de peso y aplastó a una cantidad indeterminada de personas e incluso hay versiones que aseguran hubo víctimas fatales.
Más tarde, a eso de las 11 de la mañana, se constituyó en el lugar del accidente el Presidente de la República, acompañado por el Director de Ferrocarriles y el Subsecretario del Interior.
Otra materia polémica y no menos importante fue la reparación a las víctimas y el cuidado a los sobrevivientes que quedaron incapacitados de por vida.
Por primera vez se habló de los peligros que corrían los pasajeros que viajaban en la red de los Ferrocarriles del Estado y la responsabilidad que les compete en cuanto a seguros comprometidos, que en este caso recayó en la Compañía “La Ferroviaria”.
Las cláusulas estipulaban que la empresa cubría los riesgos bajo ciertas condiciones (recordemos que existía una marcada tendencia a clasificar a los viajeros en clases de; primera, segunda y tercera), así los montos por cada uno eran dispares y muchas veces injustos.
La Compañía aseguraba riesgos de muerte, incapacidad permanente, total o parcial, siempre que se produjeran como consecuencia directa de un accidente del tren donde viajaban o mientras los pasajeros subieran o descendieran de él, o por “accidentes de orden o del servicio ferroviario, que ocurran en los trenes o en el recinto de las estaciones en que se inicia o termina el viaje del respectivo pasajero”. El pasajero debía estar en posesión de su boleto o pase, ya que ante la falta de éste la Compañía se vería exonerada de tales obligaciones.
Para las víctimas de primera clase a consecuencia de este siniestro, la indemnización que ofrecía la empresa era de $ 307.580 de la época, para las de segunda clase $ 201.110 y sólo $ 157.790 para tercera clase que aplicaba a las víctimas que viajaban en los últimos tres vagones.
Además, la Compañía debió hacerse cargo de las indemnizaciones por hospitalizaciones, estipulando las mismas cláusulas según la “clase” en la que viajaran; $ 757 (primera), $ 591 (segunda) y $ 449 (tercera), cada día de internación.
Estas disposiciones causaron un enorme revuelo porque las víctimas en su totalidad viajaban en tercera clase y el artículo N° 3 de la Compañía así lo demandaba, entendiendo que la prima ya estaba incluida en el valor del boleto.
Este contrato regía desde el año 1943, pero nunca se había hecho público a través de la sección de Turismo y Propaganda de la empresa estatal que publicaba la revista “En Viaje” y “la Guía del Veraneante”.
En la Cámara de Diputados se hizo hincapié en la necesidad que la Empresa de Ferrocarriles exigiera a la Compañía un aumento en las indemnizaciones que por derecho estaban obligados a pagar, con un mínimo de $ 500.000 por cada pasajero fallecido, especialmente por las suculentas y sostenidas ganancias de los ferrocarriles que en el período 1951-1952 había pagado por concepto de primas la cantidad de $ 121.408.434 y la Compañía pagó a la Empresa por indemnizaciones la suma de $ 64.727.580, lo que representó una utilidad de $ 56.680.854.
Se cuestionó entonces los montos que la Empresa de Ferrocarriles del Estado pagaría a las víctimas, con el objeto de que no quedaran menores de edad sin recursos económicos para su manutención, ni “viudas sin tener con qué alimentar, vestir o educar a sus hijos”.
En la Cámara también se fijó una moción para ver caso a caso o solicitar al Ejecutivo una solución para buscar financiamiento a través de un proyecto de ley.
En sesión ordinaria del día miércoles 20 de julio de 1955 de la Cámara de Diputados rindió homenaje a las víctimas y resaltó el trabajo encomiable de toda la comunidad organizada, especialmente de las religiosas de la Congregación Hijas de Santa Ana y al cuerpo médico del Hospital Parroquial quienes debieron lidiar con el dolor y el sufrimiento de los heridos, pese a no dar abasto por la magnitud de la tragedia.
Recordemos que en 1950 el hospital estableció un convenio con la Empresa de Ferrocarriles para atención de los maestrancinos y sus familias.
San Bernardo contaba entonces con una población de 60.000 habitantes y era menester ampliar el hospital.
Se pensó en un convenio con la Universidad Católica para transformarlo en un Hospital Clínico de su Facultad de Medicina o bien que el Servicio Nacional de Salud construyera un moderno hospital, propio de las grandes ciudades y departamentos.
Como sabemos el hospital sufrió graves crisis económicas en los años venideros (1960, 1970) y recién en 1975 logró constituirse en una fundación administrada por el Arzobispado de Santiago y muchos años después (en 1990) se firmó un convenio con la Universidad de Los Andes para establecer un campo clínico para ciertas carreras.
Retomando aquella sesión parlamentaria del 20 de julio, al finalizar el homenaje, el diputado por San Bernardo Rafael de la Presa Casanueva, del partido Agrario Laborista, recordó con gran emoción a su amigo Joaquín Monzó Albert, muerto en la tragedia. A través de sentidas palabras lo invocó como un esforzado chacarero, padre de 7 hijos y uno más que estaba por llegar, en ese día había partido a Curicó a buscar semillas para los cultivos de su chacra que arrendaba.
Esbozó además su abrupta partida para simbolizar a todas las demás familias que habían quedado en total desamparo y narró cómo sus amigos llevaron el ataúd en sus hombros a lo largo de 3 kilómetros hasta el Cementerio de San Bernardo para despedirse de él.
La raíz de este accidente obligó a tomar serias medidas de seguridad, visualizando en distintos puntos del país la fragilidad del sistema y la necesidad de prevenir.
Por ejemplo, en el camino de acceso a la localidad de Molina uno de los cruces no tenía barreras, cuidadores o semáforos. Casos como este llegaban por montones a oídos de la Empresa de Ferrocarriles. Como corolario, meses después del accidente en la estación de San Bernardo, el 14 de febrero de 1956, se produjo un nuevo choque con un saldo de 23 víctimas fatales y 198 heridos, de similares características, a 7 kilómetros de Santiago en el ramal a Cartagena, cerca de Cerrillos.
Nuevamente, los pasajeros afectados viajaban en tercera clase y a bordo de coches de madera, a pesar que la empresa había instruido su retiro y reemplazo por metal.
Al abandonar la vieja estación veo una gran cicatriz y atrás de ella una ciudad sin memoria y sin recuerdos.
En honor a las víctimas de esta tragedia y a todas sus familias.