Asoman los bronces del Orfeón Ferroviario de la Maestranza bajo el compás lapidario de la muerte, paso a paso caminando tras el difunto, especialmente si era un obrero muerto en acto de servicio.
Era un riel humano, acompasado, respetuoso y triste caminando hacia el Cementerio.
Joel Acosta, vecino de la población Ernesto Merino Segura, más conocida como “La Lata” y ferroviario de toda una vida, así lo atestigua.
Agradecemos su valioso testimonio, publicado en el libro “Vivir entre Rieles, al rescate de la Maestranza de ferrocarriles de San Bernardo” el 2021
“El Orfeón de la Maestranza acompañaba ceremonias especiales que se realizaban dentro y fuera de los Talleres, pero lo que más recuerdo es que acompañaban al difunto adelante, y lo tengo muy patente porque ésta era la calle donde pasaban los funerales hacia el Cementerio Parroquial.
Muchas personas murieron en acto de servicio, por accidentes. Hay que entender que en aquellos tiempos, incluso si ves fotografías de los trabajadores en los talleres, carecían de todos los elementos de seguridad, muy parecido, por ejemplo si revisas imágenes de los calicheros en el norte…¡da pánico!, esa gente trabajaba casi con alpargatas, a torso desnudo, y aquí en la Maestranza no había uniformidad en el overol; ellos tenían una chaquetita, los guantes se los conseguían, por lo tanto los accidentes eran frecuentes y altamente graves”, narra.
En el living de su casa, Joel, junto a su esposa Mónica, conviven con muchos recuerdos, todos ellos de profunda raíz y significancia, como fotografías, objetos y premios obtenidos por su hija, la actriz Tamara Acosta, una de las figuras más importantes del teatro y el cine nacional e internacional.
Exhibe con emoción y orgullo el retrato de su padre, un trabajador del campo de quien se conoce muy poco, pero que dejó una huella imborrable en su familia y un amor infinito por los trenes:
“La construcción de la Maestranza necesitó trabajadores, cientos, muchos, y se abren las postulaciones, a viva voz creo yo, porque mi padre con suerte aprendió a leer y escribir.
Bueno, la gente llegaba a pedir empleo y le preguntaban: ‘¿quién lo manda?, ¿cómo se yo quién es usted?, tráigame un papelito que diga quién es usted y vuelva”, entonces recurrían al curita de la parroquia que ahora es la Catedral. Mi padre contaba que el cura Escudero le dio una nota escrita, de puño y letra donde decía algo así como ‘yo, conozco a este hombre, que se llama, y vive en…’. Mi padre llega con la nota escrita, la presenta y lo dejan trabajando como jornal en la construcción de los edificios y talleres, hasta que en una de esas jornadas le dijeron que lo necesitaban en los Talleres, y así comenzó, sin saber nada de trenes, sólo lo que sabía del campo y la tierra, sin embargo fue aprendiendo.
Los que echaron a andar la Maestranza fueron los ingenieros alemanes, los gringos que apenas hablaban castellano. En ese tiempo empezaron a importar locomotoras alemanas fundamentalmente, y junto con éstas llegaron los ingenieros, después llegaron las inglesas, y mucho después las gigantescas Mikado (japonesas).
La mayoría de gente que llegó a trabajar a la Maestranza vino del sur, y les llamaban “Los Mauchos”. Mi papá siempre decía: ‘¡llegaron los Mauchos, llegaron!’, pero, ¿quiénes eran?. Eran trabajadores sureños que traían locomotoras en falla o en proceso de mantención, entonces Los Mauchos, que eran maquinistas, palanqueros, fogoneros se quedaban un tiempo y después regresaban, pero con el tiempo comenzaron a trabajar acá, en San Bernardo.
De esos tiempos recuerdo a don Alfredo Freihofer, un señor alto, de ojos claros, maestrancino. Salía en la mañana a trabajar y en la tarde, después del trabajo se iba a tomar a las cantinas, funcionaban muchas en San Bernardo, estaban “La India”, “Tamayo”, eran como 4 ó 5 con patentes y los demás clandestinos, como “El Piojo Blanco”, el famoso “Poto Redondo”, en fin, eran muchas.
Otra característica eran los sobrenombres, ¡no había ferroviario que no tuviera uno!, nadie se escapaba, pero…¡muy bien puestos!, te decían uno y ¡ese es!. Mi papá era “El Chuleta”, porque usaba chuletas, o patillas”, aclara.
“Mi padre comenzó en la Maestranza haciendo de todo un poco, después se especializó en calderos, tenders, que es la parte donde hierve el agua; el caldero es donde está el fuego y este se transmite al depósito de agua del tender, por donde pasan los “tubos de humo”, decía mi padre. Eran unos tubos que pasaban con agua y el calor los calentaba hasta transformarse en vapor para ir a las bombas que se encuentran al costado de las locomotoras.
Siendo niño recuerdo a mi padre trayendo unas planillas donde estaba el nombre del grupo, 8 ó 10 personas, más allá un renglón con el trabajo que realizaba cada uno y el detalle, por ejemplo: ‘se cambian tantos metros de planchas, o el caldero de la locomotora’, esos datos tenía que escribirlos y llevarlos a contabilidad porque se consideraba como trato, le pagaban un bono de producción; esto lo conseguían con las presiones sindicales, las huelguitas por aquí, por allá”.
La casa de Joel anida sonidos en medio de las paredes y de vez en cuando escucha a su madre escobillar las mezclillas, de su hermano mayor, dibujante técnico de la Maestranza y su padre:
“Al principio se trabajaba de lunes a sábado, porque mi hermano llegaba después de mediodía junto con mi padre, y ese día era de lavado. Ellos traían sus mezclillas de la Maestranza, y mi pobre madre, hacía hervir el fuego para calentar el tarro lavandero con agua, yo era el más chico y me mandaban a avivar el fuego.
Y, fíjate, que el escobillado de mi madre aún lo recuerdo, lo tengo en mi mente, algo indescriptible, con su ritmo, su sonido, fuera invierno, tarde, día y noche, ella escobillaba”.
“Antiguamente existía la forma más natural y elemental para orientarse en el pueblo, y eso se ve todavía, en algunos lugares, pero se ha ido perdiendo con el tiempo.
Por ejemplo, aquí decíamos: ‘¿Pa onde vai?’, ‘voy pa’ donde Lo Blanco’, o “lo de los Blancos”, que era un fundo bien grande que había por allí, pero no se llamaba Lo Blanco, ¡la familia era de apellido Blanco!, así como “Lo Espejo”, por ende las personas se van orientando así: ‘pasa por ahí, llega al hospital, después dobla por allá y llegai derechito al cementerio, por el camino de las zarzamoras’. No nos perdíamos, no necesitábamos ninguna otra referencia, y “La Lata”, era porque a la entrada del fundo, que estaba cerca de la línea férrea, estaba cubierto de latas, por eso la gente decía: ‘camina por aquí, atraviesa por allá y dobla por donde están las latas’, es una toponimia muy particular”.
Chile, esta larga y angosta faja de tierra, se parece demasiado a un extenso ramal de confines, separado por aguas, cordilleras y accidentes geográficos que no frenan su avance, más lo proyectan a través de sus ciudades; verdaderos vagones donde circulan pasajeros de primera, segunda y tercera. Entonces, no era distinto a la actualidad, con un país dividido en clases. El primer carro era para los empleados y el segundo para los obreros, así lo corrobora Joel:
“Estábamos sentados con mi papá, afuera de la casa, sentado en un pisito que sacaba al atardecer. Había llegado del trabajo y yo juagaba en una acequia, bajo un sauce, con palitos y ramitas que tiraba al agua, de repente viene un señor caminando desde Avenida Colón, alto, decidido. Mi padre se pone de pie, y ceremoniosamente se saca el jockey y lo saluda: ‘buenas tardes don Pedro’, le dice, espera a que pase y se sienta. Luego de un breve silencio, respira y me llama, ¡ven, ven, me dice!, ‘llama a don Pedro, anda a buscarlo, olvidé preguntarle algo’, a lo que me asomo y empiezo a llamarlo desde lejos: ‘¡eh, oiga, oiga caballero’, posteriormente chiflo.
El caballero se devuelve y mi papá corre presto a su encuentro, yo apenas escucho lo que murmuran, y se despiden.
Mi papá regresa y apenas me ve me grita: ‘¡El es don Pedro Bulboa, empleado de la Maestranza, no lo puedes llamar así, él es un caballero!’, y…¡paf!, me manda un tremendo cachuchazo. ¡Nunca más se me olvidó que a don Pedro no se le podía silbar ni tratar mal!.
Esa era la diferencia, aunque don Pedro era un simple empleado nada más, tal vez un administrativo, pero vivía en las casas de la esquina, las altas, que eran para los empleados y ellos no se metían con nosotros. ¡No!, los hijos de don Pedro Bulboa, vecinos nuestros, de la esquina no podían jugar conmigo y nunca jugué con la Inés, con el Pepe, de lejitos no más.
Sin embargo, todos los ferroviarios, sus hijos, hijas, esposas, madres y abuelas se vestían y comían en la Cooperativa, y era muy simpático, nos compraban un terno y un par de zapatos para el “18”, y otros dos para Navidad, ésa era la “ropa para salir”, y andábamos todos vestidos iguales; de corbata, con ternito, bien elegantones.
De niño, tomado de la mano de mi mamá íbamos a la Cooperativa, y el señor que atendía (tengo su cara aquí, grabada), decía que me buscaran algo para vestir: ‘¡tengo la última moda para el niño!’ exclamaba.
Iba, me vestía, lo probada y…la ropa me quedaba chica, o eso era lo que pensaba al mirarme al espejo y ver esos pantalones con broches, unas medias hasta arriba. Era la moda “Golf”.
‘¡Pero cómo me voy a poner esto, mis amigos me van a golpear!’, le decía a mi mamá casi llorando, al final el pantalón quedaba englobado, aunque era elegante le decían “los guarda peos”, el asunto es que para el 18 nos ponían el terno nuevo y los zapatos ¡duros!, tenías que caminar como un mes y medio para amansarlos, sin doblar el pie.
Íbamos todos terneados a la Maestranza, el 16 ó 17, pero generalmente era el 16 y se abrían los Talleres después de tocar un pito. Había pito para levantarse, para acostarse, para pago, todo era con pito, y llegábamos por la puerta principal o por la puerta chica en Baquedano, los guardias vestían de color café.
Entrábamos e íbamos directo al Taller donde trabajaban los familiares, y recuerdo los adornos; unas hojas de palmeras cruzadas, con banderitas tricolores, todo ordenado y algo que nunca olvidaré, en una esquina del Taller una manguera gruesa que tiraba un chorro de aire y hacia bailar una pelotita, porque tenían máquinas y compresores gigantes.
Al entrar, me emociona recordarlo, se me pone una zanahorita en la garganta, como dice la Mafalda, veíamos por un pasillo a mi papá, sí, ¡era él!, vestido con su mezclilla y dándole con un combo a una plancha al rojo vivo…¡paf!, ¡paf!, ¡paf!, y le daba y le daba. Sí, ¡ese era mi papá!, y yo lo miraba fijamente, y fíjate que me acuerdo que cuando llegaba a la casa jugábamos; estiraba el brazo y me colgaba de él, ¡tenía así unos brazos”. Escribí una crónica que decía ‘Y él doblegaba los aceros, era dueño del acero y los doblegaba’.
Mi mamá decía: ‘pasen, pero cuidado, no se vayan a ensuciar’, corríamos y un tiznado nos regalaba un paquete, un cambuchito de cartón con galletas, banderitas, frutas, una Bilz, una Crush Bidu, ¡y, empezábamos a comer!, dábamos la vuelta, mirábamos los carritos donde trasladaban materiales y herramientas por una línea bien pequeña. Mi mamá volví a decirnos: ‘no se vayan a ensuciar’, pero terminábamos siempre como “monos”.
Poco tiempo después aparecía mi papá, ya vestido, de “vestón”, elegante, con su jockey, y con todo orgullo sacaba pecho y nos decía: ‘¿vieron, sí?, ¿vieron?’, sólo respondíamos afirmativamente moviendo la cabeza.
Ahora pienso, ¿mi mamá se sentiría orgullosa del viejo?, ¿mi papá se sentiría orgulloso de que lo viéramos?. Creo que nos dejó una enseñanza muy fuerte; el amor al trabajo, el orgullo del trabajo, con todos sus pollos allí, viéndolo.
A continuación nos íbamos al patio central donde había un escenario, y un show grande que duraba hasta…no sé qué hora. En medio del bullicio trataba de encaramarme para que me vieran gritando: ‘¡mamá, mamá, quiero pichí, me duele la guata!’.
Recuerdo haber visto a Raúl Shaw Moreno y Los Peregrinos, ¡imagínate!, y lo pagaba el sindicato. En ese tiempo Raúl Shaw, boliviano, era la sensación.
Vimos a Jorge Romero Firulete, sanbernardino, a Arturo Gatica, en un show que duraba horas; al final mi mamá le decía a mi papá: ‘vámonos, los niños tienen frío’, y nos traía a la casa, feliz, muy feliz.
Es que…hay muchas cosas significativas, para entender la vida de la familia ferroviaria, no de la familia trabajadora, sino de mi grupo familiar.
Mi madre pedía que avisáramos cuando fuera el “pito de pago”, el 30 ó 31, y era un sonido que estaba fuera de todo rango. Estaba el pito de las 6 de la mañana, era largo duraba 10 ó 15 minutos; despertaba a todo San Bernardo, a las 6 y media, un cuarto para las 7, 10 para las siete y a las 7 se comenzaba a trabajar, a las 11 se paraba el trabajo, para lavarse, arreglarse e ir a almorzar, después otro pito para entrar, otro para salir, y estaba el “pito de pago”, mientras mi papá escuchaba la radio que compró a través de la Maestranza, se la descontaban en cuotas, por planilla, entonces se sentaba en un pisito de mimbre y junto a él un mueble con el típico pañito de crochet, escuchando “La Fiesta Chilena”, donde cantaban cuecas, y luego “El Reporter Esso”, el “primero con las últimas noticias, preparado por la United Press International, Agencia Orbe y nuestros propios servicios”, lo leía Pepe Abad, y como decía “con las últimas noticias”, yo decía y razonaba: ‘¿por qué tienen que esperar al día primero para dar las noticias?’, ya que relacionaba cuando mi madre decía: ‘el primero pagan, el primero te compro los lápices a colores, no antes, el primero’.
Finalmente, apagaba la radio y se iba a dormir cuando sonaba el famoso pito de pago.
Mi mamá, que era muy seria, recordaba el sonido del pito, entonces llegaba mi papá y decía: ‘tome Olguita’, y le pasaba un sobre cerrado, de color café que en el anverso escrito, con tinta y lápiz de pluma, se leía Eduardo Acosta Duarte, taller tanto, tanta plata, y al reverso la ficha por descuentos, y todo escrito a mano.
Mi madre se persignaba y metía el sobre en su delantal, ¡el eterno delantal!, y eso era todo. Después, al siguiente día partíamos a la Cooperativa. Ella administraba la plata, mi papá le pedía a mi mamá para comprar cualquier cosa, pero ella compraba calcetines, calzoncillos, camisas, pan, leche, aceite, ¡todo!, y mi papá…¡nada!, era el proveedor, llegaba del trabajo, almorzaba, picaba la tierra, tenía una huerta, sólo eso.
Mi papá decía: ‘Olguita, saqué pases para Cartagena’. Mi mamá lo miraba, guardando un silencio largo, y contestaba: ‘Ya pues’, eso era todo, luego los guardaba.
¡Aquí empezaba el drama!.
Llegaba el jueves y mi mamá empezaba a amasar pan, a cocer pollos, a hacer huevos duros, y todo lo que había que llevar; ¡la pobre se amanecía!, hacía sopaipillas, pan amasado, sándwiches, más las gallinas, mientras tanto nosotros gritábamos eufóricos: ‘¡vamos a ir a Cartagena, vamos a ir a Cartagena!’, pues sabíamos que lo pasaríamos bien, porque iba el primo, el vecina, el primo de allá.
Llegaba el día.
¡Levantarse!, a las cinco de la mañana, nosotros, apenas abríamos los ojos, ¡ya, a levantarse no más!, a continuación el terno, ¡paf!, y la corbata para ir a Cartagena.
Partíamos todos, y nosotros, cabros chicos, durmiendo, para llegar a la estación, ¡todo lleno de gente!, y más encima teníamos que “agarrar” asientos, antes no eran tantos pasajeros, tantos asientos, ¡no!.
El tren se acercaba y los papás hacían algo muy peligroso, corrían hacia el sur, en dirección al tren en marcha, y en una maniobra muy hábil la abordaban, para ubicarse, poniendo una frazada para “marcar”, y subirnos a la fuerza, apenas, por la ventana, a la par que subían los paquetes con las cosas, pasábamos un breve recuento para que estuviéramos todos ubicados y…¡partíamos miércale!, en un tren excursionista, después lo entendí mientras trabajaba en Control de Tráfico. Todos los trenes tienen un número y depende de éste su mayor o menor importancia, y como el tren era de excursionista, no tenía numeración, era obligación dejar pasar a las demás locomotoras primero.
Salíamos a las 7 de la mañana y llegábamos como a las 12 a Cartagena, abríamos el canasto, sacábamos los huevos duros, comíamos el pollo, y mi pobre mamá, que se mareaba en bus, en auto, y en tren, se sentaba a la orilla de la ventana, a punto de la inconsciencia, ordenaba: ‘abran eso, cierren aquello, saquen los huevos’, por otro lado mi papá saludando a sus compadres, ya casi en la mitad del viaje iban todos curados, eso sin contar las estaciones de excepción que tenían un barcito o un lugar donde ir a comer unos 15 minutos, mientras esperaba el tren, y cuando partía de nuevo era un verdadero desastre, algunos colgando, otros corriendo detrás, hasta que por fin…¡llegábamos a Cartagena!, casi a la orilla de la playa, pero era necesario bajar hasta la playa. Los viejos se tiraban del tren con una frazada y corrían para alcanzar un huequito en la arena, rápidamente bajando el bracero, los canastos, el carbón, el pan, la tetera, ¡ufff!, y nosotros de terno, apretándonos la guata porque habíamos comido tanto y queríamos ir al baño.
Pero, no importaba; llegábamos y estaba el papá con la frazada puesta, paraba unos palos, armaba un toldito, y mi pobre mamá con el bracero, los canastos, la tetera.
Mi padre entraba a la carpita y salía con un traje de baño de lana, ¡fanático para el agua!, imagina la estampa.
Nos ponían el traje de baño, comíamos, entre paréntesis, siempre nos preguntaban; ‘¿qué tal lo pasaste en el viaje a Cartagena?’, “¡Regio!”, respondíamos nosotros, comiendo pollo con arena, huevo con arena, pan con arena, lechuga con arena; con el viento te crujían los dientes, o creo que la mayoría de nosotros tuvo los dientes gastados, por el arena.
Mi papito salía del agua, se sacudía el arena con un pequeño movimiento, rápido, se ponía su terno y desaparecía, partía con los compadres para los bares, allá, arriba, y era importante estar listos, tipo 4 ó 5 de la tarde porque el tren estaba puesto a esa hora y había que tomar asiento. Aparecía mi papá y corría: ‘¡yo voy!’, y lo observábamos mientras era perseguido por 5 ó 6 papás más.
Llegábamos cansadísimos, durmiendo, rojos como pancoras, a medianoche, la pobre mamá arrastrándonos, con las maletas, las ollas, los canastos y todas las cosas que llevamos, mientras tanto mi papá se despedía de sus compadres: ‘¡ya, mañana nos vemos compadre!’, era domingo y al otro día se trabajaba, como siempre.
Me tiraban a la cama, me desvestían, dormía.
Esos eran los paseos a Cartagena. Cuando mi mamá escuchaba de esos famosos paseos…se derrumbaba”.