Ingenio y necesidad se conjugaban en la creación de aquellos viejos armatostes, bautizados como carretones de mano, construidos con retazos de maderas curtidas y rodamientos rescatados. Nacidos en tiempos de escasez, estos caballos de batalla fueron la salvación para muchas familias, transportando el sustento diario cuando el dinero no alcanzaba.
Eran tiempos de esfuerzo y solidaridad. El ingenio popular se ponía a prueba para dar vida a estos vehículos únicos, cada uno con su propio estilo y personalidad. Estampas coloridas y patentes de latón adornaban algunos, mientras que otros lucían con orgullo las cicatrices de las batallas libradas.
El carretonero, figura emblemática de las ferias libres, se convertía en ángel salvador de las caseritas sobrecargadas. Con pasos cansinos pero firmes, guiaba su carretón último modelo por las atropelladas calles, desafiando el calor sofocante o el frío calador. Unas pocas monedas o una propina eran la recompensa por su arduo trabajo, siempre recibida con gratitud.
El cariño del constructor por su creación era palpable. Cada tabla desvencijada, unida por clavos oxidados y palos resecos, narraba una historia de resiliencia y superación. El carretón, más que un simple vehículo, era un símbolo de esperanza, una prueba tangible del ingenio humano.
El paisaje barrial era el escenario natural donde estos héroes anónimos desarrollaban su labor. Chacareros, feriantes, y comerciantes locales se unían en un ecosistema de intercambio, donde los productos frescos fluían de mano en mano. Mercados como Lo Valledor o La Vega se erigían como centros neurálgicos de esta economía informal, pululando de vida y color.
Muchos de mis vecinos encontraron en la construcción de carretones una tabla de salvación durante tiempos difíciles. La oportunidad de llevar el pan a sus hogares impulsaba su creatividad y esfuerzo.
Para aquellos que buscaban un desafío mayor, existía la opción de los grandes carretones de fierro. Fuerza bruta, equilibrio y concentración eran las claves para dominar estas bestias de metal, capaces de transportar grandes cantidades de productos a velocidades vertiginosas. El peligro siempre presente, una línea delgada entre la eficiencia y el desastre.
El cine chileno ha inmortalizado la figura del carretonero. En la película “El Gringuito” (1998), Mateo Iribarren corre incansable con su carretón, llevando a un niño a través de un Chile muy distinto a lo que imaginaba. En “La Batalla de Chile” (1973), la cámara de Jorge Müller Silva captura la poesía en movimiento de un hombre fusionado con su carretón, casi volando sobre el pavimento, una imagen simbólica de un país que se transforma.
¿Recuerda aquellos tiempos? Los carretones de mano, reliquias de un pasado no muy lejano, nos recuerdan la fuerza del ingenio humano frente a la adversidad. Un homenaje a los hombres y mujeres que, con sudor y sacrificio, sacaron adelante a sus familias y contribuyeron al desarrollo de nuestras comunidades.
Un legado que merece ser preservado en la memoria colectiva
Imágenes: Fotogramas películas "La Batalla de Chile" (Patricio Guzmán) y Gringuito de Sergio Castilla