Un semanario, fechado el 25 de julio de 1957, daba cuenta de los milagros de “La Malvinita”, bajo el título de “La Abogado de los Pobres”. Desde entonces aquel trágico accidente que cobrara su vida se convertiría, hasta nuestros días, en un símbolo del más allá, en una unión de fe, creencias y santos populares, sin embargo el caso de Malvina Araya Miranda, la niña de 14 años que fue consumida por las llamas, dejaría una serie de interrogantes y pistas indescifrables para un caso policial que aún se mantiene abierto, al menos en la memoria colectiva de nuestra ciudad.
César Octavio Müller Leiva, más conocido como Oreste Plath, el destacado escritor y “folclorólogo”, recopiló en su libro “L’Animita, Hagiografía Folklórica”, la historia de la animita, ubicada en el cementerio Parroquial de San Bernardo, mismo lugar donde se encuentran los restos mortales de la malograda Malvina Araya, quien se transformó en objeto de devoción y creencia popular en una “animita”.
A través de esta investigación podemos saber que la niña, de 14 años de edad vivía en la calle Juanita Aguirre (Población Sur), junto a su hermana Enébrida, de 12 años y Dagoberto, de 19.
Criada en un ambiente de malos tratos por parte de su progenitor, don Ángel Custodio Araya, hacia su madre, doña Andrea del Carmen Miranda, a través de insostenibles peleas y violencia que provocaron la separación de ambos en 1956.
En la antesala de la tragedia, un día de octubre de ese mismo año, todos ven a Malvina salir de la casa envuelta en llamas, con partes de su cuerpo quemándose, gritando de dolor, emitiendo alaridos estremecedores y tras de sí, su padre, Custodio Araya, como el posible autor del atentado que costaría la vida, tres días después a su hija mártir.
Ciertamente, los informes técnicos de la policía apuntaron a este hombre como el autor material e intelectual, pero las dudas y contradicciones de los testigos nunca permitieron armar este puzzle; por ejemplo si el hombre, aprovechando la ausencia de la madre en la casa, comisionó de alguna manera a un joven del barrio llamado José Gutiérrez, para que la quemara, premunido de una jeringa llena de alcohol alcanforado y xilol, componentes que al contacto con el aire se encienden rápidamente, esto gracias al conocimiento de Custodio que trabajaba en la morgue del Hospital Manuel Arriarán.
Al parecer el macabro plan había sido ideado para perjudicar a la madre, no obstante al ver a la niña sola le habría lanzado este líquido que al tomar contacto con el aire se encendió, volviéndose una marea de fuego inextinguible.
Oreste Plath, en su compilación, cuenta que una religiosa del Hospital Parroquial había interrogado a la niña y ésta respondió que se había inflamado un anafe de parafina al interior del hogar, hecho que evidenció un informe del laboratorio de la policía que declaró quemaduras a causa de este combustible, presente en las rodillas de la niña.
Las páginas del libro también consignan la declaración de Ana Morales, argumentando que: “Malvina limpiaba su uniforme de colegio con bencina”y que al encender el anafe las llamas comenzaron a devorar las prendas y por consiguiente a ella.
No obstante, la madre aseguró que no tenían tal artefacto, a pesar que los investigadores incautaron uno.
Lo que sí es cierto, es que la madre culpó de todo a su ex marido y éste alegó siempre su inocencia desde la cárcel donde fue inculpado junto a su absorto cómplice.
Cuentan que la madre, Andrea del Carmen, urdió su venganza culpándolo, guiada por el odio de las constantes golpizas que le daba su marido. Dijo tener miedo, que tenía que “defenderse si salía de la cárcel, porque era capaz de cualquier cosa”, incluso de matarla junto a sus hijos que le quedan.
Más tarde, la opinión pública y la prensa lo culparon, tildándolo de depravado, asesino y monstruo que fue capaz de quemar a su propia hija.
Una nebulosa rodeó durante un tiempo a esta familia, sin embargo nada podría devolver la vida a la pobre Malvina.
Ya algunas vecinas piadosas llegaban hasta la casa para saber más detalles del crimen y de paso levantar un improvisado altar para rogar por el alma de la pequeña víctima.
El caso obtuvo tal revuelo que cada semana eran impresas numerosas páginas con la noticia e incluso radioemisoras cubrían el proceso condenatorio.
El entonces joven abogado Lohengrín Coronel se había hecho cargo de la defensa, convenciendo al Juez y apelando la inocencia de sus defendidos, alegando que todo se había tratado de un penoso accidente y que la madre, motivada por la venganza los había culpado.
Tras varias semanas de juicio, el tribunal dictó la absolución porque Gutiérrez era menor de edad y no estaba acreditado el cuerpo del delito, más no se logró probar de manera fehaciente la intervención de terceras personas en el accidente, menos de su padre.
En todo el pueblo era comentado el veredicto y cada día la casa era frecuentada por personas curiosas y peregrinos que llegaban a orar en medio de una gruta con velas encendidas y fotografías de la niña, mismo caso para el lugar donde descansan sus restos mortales el nicho N° 109 del Cementerio Parroquial de San Bernardo, en cuya lápida podemos leer: “Dejando en la vida una madre y hermanos que la lloran para siempre, Malvinita Araya, edad 14 años 1 de octubre de 1956”.
Con el tiempo comienzan a atribuirle milagros, esto provocó que cientos de personas llegaran hasta su última morada a pedir favores.
Trabajadores del Cementerio Parroquial apagan cientos de velas para evitar incendios
Sobre su tumba comenzaron a aparecer flores, dibujos, estampas de santos, juguetes y placas por “favores concedidos” e innumerables velas, tantas que el cura párroco, Pbro. José Escudero las prohibió porque podían quemarle el campo santo.
A esas alturas, su casa, convertida en santuario, daba refugio al pago de favores y mandas, a través de flores, velas y dinero que se multiplicó gracias a una campaña organizada por una famosa revista en favor de la animita, reportándole a la madre millonarias sumas en efectivo.
Cada día llegaban cartas de todo el país para consolar a la familia y argumentar milagros, como por ejemplo, de San Carlos: “La finadita Malvina (Q.E.P.D.) me hizo aparecer milagrosamente una llave de una caja de fondos que anduvo perdida durante 15 días. Para ubicarla dimos vuelta la casa. Se me ocurrió ofrecerle una manda y la llave apareció encima de un abrigo de mi hermano…”.
Otra de Santiago, contaba que: “Sufría de un gran dolor en el pie. Con nada hallaba mejoría. Me encomendé a la Malvinita y ella me sanó”.
De Sewell, don Fernando Sepúlveda contó que su señora “tenía que ser operada en una difícil intervención quirúrgica, su vida estaba en peligro y gracias a ella, su compañera había vuelto a su hogar”.
De Chuquicamata, Guillermo Cruz, relató que su madre se encomendó a la Malvinita para recuperarlo de sus ataques epilépticos.
Otros casos más curiosos como el de don Leopoldo que gracias a ella pudo recuperar su lapicera Parker 51, que consideraba perdida y cientos de otras más que agradecían al alma de la Malvinita por ayudar en exámenes de colegios, enfermedades del corazón, pagos de desahucios, pestes, operaciones quirúrgicas, empleos, diversos dolores (pies, muelas) y más milagros que eran generosamente recompensados monetariamente hacia la madre.
Al comienzo, su tumba comenzó a ser visitada por caravanas de personas ante el anuncio de sus milagros, situación que fue cuestionada por el Pbro. José Escudero que no estaba de acuerdo con la forma de cómo la gente se había posesionado del caso, ya que la iglesia era siempre la última autoridad para pronunciarse en esta “delicada materia” – declaraba – “especialmente sobre estos milagros de tipo y tono populares que son mirados por el clero con mucha reticencia” y agregaba que el pueblo era “por esencia supersticioso”y que los hechos se estaban transformando en una verdadera psicosis colectiva.
La improvisada gruta, construida en el patio de su casa
Viajando más lejos, en la ciudad de Tocopilla, en el cementerio, existe una gran animita con un altar dedicado a la “Malvinita”.
Nadie sabe, a ciencia cierta, en qué año fue construido; algunas fuentes señalan que data de los años 50, y que una de las placas de agradecimientos está fechada en 1972, mientras que en la ciudad de Concepción, en el sector de enterramientos de niños existe un símil muy popular entre los mineros del carbón.
En las afueras de estos altares, persisten a manera de íconos, testimonios y rayados que mantienen la devoción incondicional a la joven.
Altar de la Malvinita en cementerio de Tocopilla
Para el padre Raúl Feres Shalup, la animita representa una “estrecha relación afectiva con los muertos; se trata de una veneración dada a las personas que han fallecido trágica y violentamente. En el lugar mismo de su muerte se construye una pequeña casita o templete que sustenta una cruz donde se inscribe el nombre del difunto y la fecha del fallecimiento. Se adorna el sitio con flores y velas encendidas”.
Agrega que: “Las encontramos en grandes ciudades, en calles, a la vera de las aceras, en los pueblos de provincia, en los extramuros, en trazados ferroviarios de norte a sur, en las riberas de los ríos de enfebrecidas corrientes, al borde de los barrancos, en la curva peligrosa, en la berma de las carreteras, en las rocas de las playas, en la escabrosa cordillera, en la pampa soledosa de la sal y el cobre, en las islas de Chiloé, entre la lluvia y el viento”.
Y, añade a su investigación que no existe un arquetipo de lo que debe ser la animita: “ni menos un esquema reglamentado que cumplir; su construcción es tan variada y heterogénea como lo son sus seguidores”.
Eso es lo que ocurrió en el caso de La Malvinita, porque en sus inicios el devocionario había logrado levantar una sencilla gruta en el patio de la casa y a medida que fue creciendo y ganando popularidad, los arcos se agradaron, las molduras fueron subiendo, las murallas, el concreto, las baldosas y revestimientos, las estampitas, altares e imágenes adquirieron volúmenes casi dantescos y milagros eran anunciados por todos los rincones del país.
Como testimonio histórico, podemos visitarla en el Cementerio Parroquial de San Bernardo.