Recorrer las calles de San Bernardo todavía evoca un encanto de antaño. En cada esquina, es posible imaginar una forma de vida rural que, lamentablemente, se desvanece con el tiempo. Al avanzar hacia la línea del tren, emerge la nostálgica memoria de las poblaciones obreras que marcaron el pulso de la ciudad durante décadas. Hoy, sobre esos vestigios, se alzan construcciones derruidas que conviven con modernos edificios, creando un contraste único.
Sin embargo, las señales del pasado persisten. Basta con agudizar la mirada para descubrir antiguos almacenes, panaderías de esquina, acequias, árboles frondosos y, pese al declive de la industria, quioscos de periódicos y revistas. Estos últimos, casi al borde de la extinción, aún nos recuerdan una época en que publicaciones como Ritmo, Paula, Mampato, Ecran, Zig-Zag, El Peneca y Vea deleitaban a miles de lectores. Eran revistas de papel cuché que, por supuesto, no anticiparon el arrollador avance tecnológico de la tinta electrónica y la inteligencia artificial.
Y, ¿quién podría contarnos mejor esta historia que don Juan Bautista Osorio Gutiérrez? Durante más de cuarenta años, don Juan ejerció el oficio de suplementero, un trabajo que hoy, al borde de su retiro, deja atrás toda una vida dedicada a recorrer las calles de San Bernardo. Su tradicional silbido no solo anunciaba su llegada, sino que también le valió un apodo que se arraigó en el corazón de la comunidad: “don Juan Canario”.
Vivíamos con unos abuelos que arrendaban un sitio en San Alfonso, entre las calles Carlos Atienza y Buenos Aires, a los pies del cerro Chena; yo tendría unos 6 ó 7 años de edad, no existía ni la carretera Panamericana, eran puros viñedos. Después viví en Freire 52, eran casas antiguas, de adobe, casas coloniales.
Y, nos fuimos a vivir al paradero 40 de la Gran Avenida, cuando se iniciaba la construcción de la población Hugo Gálvez, luego al paradero 39, cerca de la Aviación, hasta llegar a Eyzaguirre, donde está la escuela de Infantería. Eran puras parcelas y establos. Después mi papá obtuvo una casa por el Servicio de Seguro Social antiguo, Tejas de Chena norte por el lado de Lo Blanco, donde estamos radicados.
Sí, tenemos familia directa, dos tíos que trabajaron en la Maestranza Central, la más grande de Sudamérica.
En ese entonces tenía un tío que trabajaba en la Maestranza, él vendía diarios que los sacaba de la agencia de San Bernardo, eso fue un traslado que le hizo mi papá; él era un antiguo suplementero que tuvo un accidente, quedó inválido de la vista y no pudo seguir trabajando. En esos años yo era un niño, él tomó el cargo y empezó a vender diarios en la puerta principal de la Maestranza que ahora es monumento nacional, ahí nos poníamos cuando salían y entraban los trabajadores, a las 7, 8 de la mañana en bicicleta; eran 100, 200, 300 bicicletas que entraban, ¡uf!, era un panorama hermoso, muy hermoso. Era la movilización más rápida que había.
Venían de todos lados, de la población Balmaceda, de Avenida Portales, y desde el otro lado, hacia la cordillera, en la otra puerta salía un montón de ferroviarios hacia la población “La Lata”, que se llama Ernesto Merino Segura.
Por Portales, hacia el molino, salía el tren de los ferroviarios que llegaba hasta Colón, ahí bajaban todos para ir a sus casas a almorzar.
Después de un tiempo, de unos años más o menos, tomábamos confianza, nos conocíamos y entrábamos en bicicleta a los talleres; taller tender, mecánicos, de soldaduras, yo conocí a varios, y lo más bonito que en esos años, ellos celebraban el 18 al interior de los talleres de la Maestranza, construían carros alegóricos con las máquinas, organizaban pequeñas exposiciones…era bien entretenido, entraban todos los familiares y nosotros participábamos también.
De ellos nació el “18 Chico” en San Bernardo, ¿conoce la historia?.
¡Claro!, se les atrasó el pago, les pagaron en octubre y no pudieron celebrar las fiestas patrias. Los tíos contaban que la directiva fue a hablar con los García de la Huerta que eran dueños del cerro Chena y les dieron permiso para celebrar un día de camping, así es que todo comenzó así, no había ramadas, no había nada, sólo familias que llegaban en carretones a celebrar el “18”, el día 5 de octubre. En adelante, después de 8 años ya se formó la costumbre de ir todos los años.
Me acuerdo que unos dos o tres años después, ya estaba un poquito más grande, y mi abuelito salía en uno de esos carretones antiguos para preparar los W.C., los pozos, hacíamos como tres o cuatro, para hombres y mujeres. Se cobraba y les poníamos una piscina para la “pesca milagrosa” que se llama ahora, con unos peces de madera y varios premios, dulces, chupetes, lollipop.
Claro que sí. Después de haber recorrido los sectores donde vivimos, fui creciendo con mi viejo, con harto esfuerzo, recuerdo la casa de calle Freire, casi todas eran de adobe de dos o tres pisos, coloniales, casas quinta que tenían grandes patios con árboles frutales y acequias de regadío; una o dos veces abríamos las compuertas que estaban en Balmaceda con Freire, en toda la esquina donde ahora hay una bomba de bencina, esa agua bajaba por calle 12 de Febrero, donde está el liceo industrial Miguel Aylwin.
Donde hay una bomba de bencina había una casa colonial de tres pisos, con una hermosa mampara de vidrio, y un gran patio con árboles frutales.
Recuerdo que llegaba hasta ese sector mucha gente, cuando se hacía la Fiesta de la Primavera, tal vez el año ’57, ’58, más o menos.
Se paseaban carros alegóricos que llegaban desde la plaza de armas y se iban desfilando con camionetas y carretas, muchos de ellos iban disfrazados o representaban a otros países. ¡Muy bonito, muy bonito!.
También recuerdo que íbamos a jugar a la avenida Colón, a la plaza antigua donde estaban los leones de bronce y que ahora no están. Esos leones…quizás, ¿quién se los robó?, no son originales, esos son de cemento y yeso, nada que ver, parecen gatos, en cambio los otros eran grandes, macizos, de bronce. Jugábamos con ellos como caballitos, subiéndonos; en ese tiempo usábamos pantalones cortos y al subirnos estaban muy fríos porque eran de metal.
Cuando vivíamos en Eyzaguirre, justo detrás de la escuela de infantería, la zona era un vasto paisaje de campo. Allí se extendían establos y parcelas donde se cultivaban choclos y sandías. Es increíble pensar que todo aquello era puro campo.
Eran los años ’60, mi papá trabajaba en los diarios, y a través de los años él quedó con su problema a la vista.
Pasaron los años y empecé a ayudarle a un tío en la Maestranza. Crecí, estudié, no alcancé a terminar mis estudios, con segundo medio cursado tuve que hacerme cargo de la familia, con mi papá inválido, ¡imagínate!, el único hombre y hermanas relativamente menores, así es que le ayudé a este tío a vender diarios en un carretón de madera con rodamientos; yo, partía desde la Plaza La Lata donde vivía mi tío, me iba hacia el paradero 41 vendiendo, entregando diarios hasta el paradero 40, partía como a las 8 y terminaba como a las 2 más o menos para almorzar. Así estuve con ese sistema ayudándoles.
Después de todo eso conseguí un trabajo en el PEM y el POJH; conocí a muchas personas que eran profesores, oficinistas, todos habían quedado sin pega por el sistema que se vivía en el país.
En el PEM y el POJH, nos mandaban por cuadrillas a descargar los camiones de basura y después se llevaban todo a los botaderos unas cuadrillas de 20 ó 30 personas desde Eyzaguirre hacia Puente Alto, no San Bernardo, esta es la “vuelta de Cachencho”, no sé si ubicas, de Santa Rosa hacia allá, cerca de un cementerio que hay, el camión entraba por el lado sur.
Llegaban los camiones que abrían las puertas de atrás, nos pasaban unos ganchos largos de coligües y tirábamos la basura para abajo, descargándola.
Después nos enviaron cerca del estadio municipal donde había un canal de regadío a tajo abierto; ahora está entubado, que venía de San José por arriba y bajaba por ahí hasta el paradero 40, era larguísimo, nos llevaron con la cuadrilla a sacar todo el cieno, el barro, la arena, hasta el fondo. Por ejemplo, tenía tres metros y nosotros teníamos que llegar a cinco; eran dos metros más o menos que teníamos que picar con palo y tirar toda la cochinada para arriba
Y también, para que sepas, San Bernardo centro tenía desagües, en la plaza de armas, por donde está la catedral de Arturo Prat con Eyzaguirre, por Freire; desagües de lluvia. Son unos tubos de unos 50 centímetros de diámetro más o menos, cruzando toda la avenida, en total unos 7 tubos; cada uno tiene casi dos metros y medio, estos se llenan de cieno hasta casi la mitad. En cada esquina, de ambos lados, había un cuadrante tipo alcantarilla donde se vaciaba el agua de las acequias y de la lluvia. Ahora esas rejillas son puro adorno porque están tapadas, no funcionan. Ahí se juntaba todo ese cieno y teníamos que bajar con unas palas cortas, sacar el barro y con unos platachos dentro de los mismos tubos para sacarlo todo; éramos dos, cuatro personas que nos dejaban allí.
La acequia de San José es la única que está quedando vigente en San Bernardo…todo eso lo despejábamos, veníamos de allá, del lado del molino, toda esa pega la hacíamos nosotros, era bien pesada e inmunda, lo único que nos pasaban eran unas botas de agua y nada más; no teníamos guantes, cascos, nada, era la ropa que teníamos nosotros nomás.
Ahora, esa pega no la hacen. Cuando limpian esos tubos les pasan botas de agua, ropa de goma, pero nunca vi que se metieran a los tubos.
Luego, gracias a Dios y los conocidos que tenía, un grupo de amigos bien selectivos en esos tiempos, me consiguieron un trabajo en Loncoleche…¿conoció ese supermercado que estaba en Colón con América?
En esa esquina estaba el matadero de San Bernardo, donde faenaban chanchos. Esa estructura, donde está DIDECO se construyó especialmente para el supermercado Loncoleche.
Entre 1975 y 1978 trabajé en el PEM y el POJH, posteriormente pedí un certificado a la municipalidad en la oficina de Empleo Mínimo para que me dieran una recomendación e ingresar a trabajar al supermercado Loncoleche. Era una cadena nacional, como los antiguos Almac; en ese tiempo eran uno o dos los supermercados que había, y el ’78, entre junio y julio más o menos entré a este supermercado en San Bernardo de productos exclusivos.
Imagínate…estás en el año ’78 y te ofrezco como amigo aceitunas rellenas, ¿qué me hubieras dicho?, aquí lo único que conocíamos era la aceituna con cuesco y era porque los ejecutivos iban a Estados Unidos a buscar productos especiales, por ejemplo los fondos de alcachofas rellenas; ellos crearon la leche con sabor, la de chocolate, vainilla, plátano.
Este fue el primer supermercado bueno que llegó a San Bernardo, ellos les daban garantía con vales especiales a las Fuerzas Armadas y a toda la villa Reina del Aire, de calle Buenos Aires; todos los antiguos que ahora son jubilados iban a comprar a ese supermercado, ahí conocí a la mayoría de mis clientes cuando comencé a vender diarios, todos me decían: “Ah, pero si usted trabajaba en el Loncoleche”
Es lamentable, pero siempre vuelvo a la historia de mi papá, cuando yo trabajaba en Loncoleche pues en esos años murió, él fue detenido entre el ’75 y ’77, le dieron la libertad por la ley de Aministía porque nunca hubo un cargo que pesara sobre él, aunque sufrió muchos golpes. Como teníamos decreto de expulsión del país nos íbamos a ir a vivir a Francia, estábamos en el papeleo cuando salió la libertad de mi papá y todo quedó en nada, mi mamá había vendido todos los muebles de la casa, estábamos con las puras camas cuando él llegó a la casa, tuvimos que comenzar desde cero, más encima en ese entonces el supermercado quebró y cerró toda la cadena a nivel nacional; sólo quedó la planta productora en la calle Víctor Manuel de Santiago; todavía funciona y lo único que salvaron fueron sus leches de Loncoleche.
Imagen: https://avicharli.blogspot.com, "Historia de la marca Loncoleche" Jordi Pallés Supermercado de Loncoche, septiembre 1962, que ilustra esta gran cadena comercial, presente también en San Bernardo.Cuando mi papá falleció quedé a cargo de la casa, aunque sin trabajo, lo bueno de todo es que saqué un buen capital porque nos pagaron todo, no me quejo de nada porque guardé un capital en el banco. Después de un tiempo me fui a vivir a Viña del Mar, a la casa de unos tíos, uno de ellos era gerente de un banco; estuve un año “pegándole en la pera”, a veces me iba al banco para hacer el aseo y me daban unas moneditas para no estar de balde nomás, al regresar a San Bernardo me hice cargo de la situación y busqué trabajo en el supermercado Sur que era un emporio que estaba en la esquina de la plaza donde ahora hay una farmacia de propiedad de Saúl Fernández. Ahí trabajé un año, llegué a cambiarle todo, pero a él no le gustó, era un supermercado que no tenía orden, por eso me echaron.
Visité a unos tíos ferroviarios, nunca perdí contacto con ellos.
Un día estábamos tomando once en familia y un tío me dice “Juanucho, qué estás haciendo ahora, qué piensas hacer”, “no sé, trabajar, buscar una pega”, le decía, “deberías vender diarios tú solo. Mira, te voy a dar un dato; converso, te hago el movimiento para que te ingresen y empiezas a vender diarios en Avenida Portales”, me cuenta. Antiguamente pasaban los buses pulman que iban hacia Santiago; “ahí nada va para atrasarse, llegas a las 6 de la mañana, te subes a los buses y vendes los diarios”, repitió.
Comencé con un poco de vergüenza en todo caso, nunca había tenido esa experiencia, después de unos meses me fui adaptando y agarré vuelo, levanté un quiosquito en la Reina del Aire, en O’Higgins con Buenos Aires en toda la esquina, era de madera pero me establecí, después que hacía el reparto en los buses me venía a instalar. Llegaron los clientes, a las 11 de la mañana ya tenía todo vendido y en la tarde no tenía nada más que hacer. Cerraba el quiosco e iba a domicilio a visitar a los clientes en una bicicleta Caloi, así me hice más conocido y comenzó mi historia como suplementero en San Bernardo, siempre acompañado de un silbidito, cantándole al Señor, de repente le ponía unas cumbias, unos tanguitos, y me pusieron “El Canario”. Todavía silbo aquí en la casa.
Le daba alegría a mucha gente que vivía en villas, en poblaciones, en el centro donde queda gente sola prácticamente, dueñas de casa, señoras adultas, tercera edad, siempre tenía acceso a situaciones y me conversaban cosas muy personales; yo les daba una palabra de aliento, para que tuvieran fe, que confiaran en un Dios que todo lo puede, que tenían que seguir adelante, que abrieran su corazón, dando testimonios, que estamos de paso por esta tierra y sólo Dios sabe en qué momento nos vamos; después les daba un abrazo grande, fraternal y al otro día las personas ya estaban mejorcitas.
Trabajaba todos los días, en esos años me levantaba a las cinco de la mañana y a las cinco y cuarto partía a la agencia que estaba en Barros Arana, entre Covadonga y San José, ahora hay un colegio grande, antes eran unas casonas de adobe. En los inicios, cuando le ayudaba al tío, la agencia estaba frente a la plaza, donde ahora está la Delegación Provincial, esas eran unas casas de adobe tipo patronal, llegábamos como a las cinco y media a esperar los diarios que venían desde Santiago.
Todos los viejitos que trabajaban ahí iban a darse su vuelta al centro de San Bernardo que tenía una vida de noches bohemias, estaba el Rafael de la Presa, la Rueda, el Hoyo, el Tertulia, entre varios.
Antes la gente leía muchas revistas, no estaba internet, sólo había radio y diarios y uno que otro televisor en blanco y negro. Recuerdo un lugar, por calle San Martín donde ahora hay una bomba de bencina, un almacén-restaurante, como una especie de clandestino, la señora tenía un pasillo y al fondo un televisor en blanco y negro, nos cobraba, no me acuerdo, unos 100 pesos para estar toda la tarde viendo Superman, Batman, el Llanero Solitario, todos esos monos animados y series de la época, después ya más jóvenes a color veíamos “The Midnight Special”.
En ese tiempo se vendía el Mercurio, La Tercera, Las Últimas Noticias, luego apareció La Cuarta, y en cuanto a revistas; Ritmo, Vea, Vanidades, Paula, revistas mexicanas como Tom y Jerry, Archi, Llanero Solitario, Superman, y el Condorito que era negro-marrón y aparecía una vez al año, era un libro gordo.
Su vida ha sido un lienzo de papel y tinta, marcada por el esfuerzo y la dedicación. Junto a su esposa, con quien comparte un matrimonio de 45 años, formó un hogar sólido y lleno de amor. Fruto de esta unión son sus cinco hijos —dos hombres y tres mujeres—, todos ya adultos y exitosos profesionales.
Él ha sido testigo del paso del tiempo, visible en las calles. Ha visto cómo los viejos quioscos de madera y metal han ido cerrando sus cortinas, abandonados y cubiertos de grafitis. Eran un recordatorio de la época dorada, cuando su sindicato de suplementeros en San Bernardo tenía a más de 100 socios.
Cada 1º de mayo, la sede se llenaba de vida para celebrar sus aniversarios. Las fiestas duraban hasta la madrugada con una gran comida y bailes. Sin embargo, con el tiempo, el número de socios activos disminuyó drásticamente, quedando solo unos 40. Finalmente, la sede tuvo que ser vendida. Esta decisión se tomó debido a la baja rentabilidad del negocio y el impacto del avance tecnológico y los nuevos medios digitales.
Hoy, quedan 10 ó 12 suplementeros y algunos quioscos que sobreviven, más que nada por respeto a sus fieles clientes, y así lo testifica don Juan:
“Me retiré definitivamente este año; estoy entregando algunas colecciones de libros y revistas.
La verdad, en la casa, los hijos, mi esposa, me venían diciendo que me retirara. ¡Son tantos años”, ahora voy a cumplir 70 años de edad; no te puedo decir que son pocos o muchos pero ya estoy entrando a la tercera edad. Gracias a Dios, me he mantenido bien de salud. Tantos años recorriendo la comuna en mi triciclo me han servido mucho.
Al principio fue un poquito penoso, pero le hice caso a mi señora y a mis hijos que ya era prudente retirarse. Se echa de menos a los clientes.
El oficio que aprendí me sirvió muchísimo y gracias al Señor que también me acompañó siempre, en todo momento, librándome de peligros en la mañana porque te contaré que no sabía con qué me podía encontrar; en esos años no era tanto, pero hace unos 10 ó 15 años atrás empezó a cambiar todo y se corría mucho peligro en las mañanas.
Fueron años hermosos, por eso, y gracias a Dios eduqué a mis cinco hijos y mantuve a mi hogar.
Hasta que llegó mi hora.
Así, cerramos esta entrevista junto a un hombre que demuestra con su honradez, calidez, confianza y sencillez que, aunque la ciudad cambie con los años, hay cosas que se niegan a desaparecer. Tal vez no sea solo un asunto de tecnología o de la manera en que nos relacionamos, pues mientras existan personas buenas y nobles de corazón, nuestras tradiciones seguirán en las manos de las futuras generaciones. Hay oficios que van desapareciendo, pero que encuentran un nuevo sentido en la esencia de un San Bernardo que se niega a olvidar sus raíces.