Por: Eduardo Balmaceda Valdés
27 de febrero de 1962
Las gentes sin fundos, ni casas en la costa ni medios para alquilarlas, a excepción de los sambernardinos, donde las había muy adineradas, buscaban los esparcimientos veraniegos en los alrededores de Santiago. Se alquilaban quintas con viejos caserones y huertas pletóricas de frutas (aún no habían llegado las epidemias) donde abundaban los duraznos, los damascos, las brevas y las uvas, todas dulces y carnosas, de sabor exquisito y sin otro cultivo que la poda de invierno y el riego periódico de sus acequias en verano, acequias que eran la piscina de aquellas juventudes.
En ellas se llevaba, durante uno o dos meses, una vida idílica, sin problemas mayores ni preocupaciones, pues, por aquellos tiempos todo era fácil y lento; la Colonia estaba aún bastante metida en nuestra población y estamos hablando de los alrededores del año del Centenario.
Me parece que San Bernardo es el decano de estos lugares de veraneo, pues lo fundó, en la medianía del pasado siglo, don Domingo de Eyzaguirre y Arechavala, cuya efigie de bronce adorna su plaza principal.
Las ricas heredades de la familia Pérez (la del Presidente don José Joaquín) que avecinan al pueblo han contribuido a su progreso; en una esquina de la plaza estaba la gran quinta de doña Adela Pérez de Balmaceda, con su primoroso jardín y árboles seculares; hoy es un monasterio. A las puertas del pueblo, las casas y el parque de los García de la Huerta y Pérez y, más allá, los Pérez Ossa, los Figueroa Pérez y los Valdés Pérez.
Todo el vecindario venía al paseo de la plaza y gentes de Santiago iban a pasar el día a San Bernardo, aprovechando los muchos trenes de ida y vuelta y más tarde los carritos eléctricos; ha sido siempre la ruta mejor servida en locomoción.
Entre nuestras amistades, doña Lucía Bulnes de Vergara tenía allí su antigua quinta en la que veraneó hasta octogenaria; la acompañaban sus hijas y sus nietos Scroggie Vergara; también los Valdivieso Barros eran dueños de una hermosa propiedad: don Emilio Bello fue de los vecinos ilustres de la comarca.
Como en otros lugares cercanos a Santiago, en San Bernardo se arrendaba un gran número de quintas a vil precio; este lugar ha sido famoso por su calma que cura determinadas enfermedades.
En los barrios próximos a Santiago el veraneo era más pintoresco; muy socorrido de la clase media, por esos años ya importante, y sin mayores recursos para salir a las costas. Las quintas de Tobalaba, muy apetecidas pues la proximidad permitía a los que eran empleados, venir a la ciudad a sus horas de trabajo, como también las de Los Guindos, y recuerdo haber ido por esos andurriales. allá por 1912, con mis amigos Casanova Vicuña, en visita a la pequeña casa donde vivía el célebre actor Pepe Vila; el viaje era eterno.
A estos lugares se llegaba en carritos de sangre o en coches; desde la actual Plaza Baquedano, que por aquellos tiempos no era más que un despoblado terragal, salían unos breques y unos coches de trompa que transportaban pasajeros; esta misma locomoción, incluso los carritos de sangre, iban también por la Avenida Providencia, si mal no recuerdo, hasta la de Pedro de Valdivia, donde se juntaba un numeroso grupo de veraneantes ya más elegantes. Eran famosas en este barrio las quintas de don Carlos Larraín Claro, de los Del Río Montt, de los Wedeles Zañartu, de don Darío Urzúa, de los Saavedra Agüero.
Me parece estar viendo los grupos de veraneantes que esperaban la locomoción en lo que es hoy la Plaza Baquedano; los hombres, en general de trajes obscuros (los claros sólo osaban usarlos los gringos), camisas blancas (las de color sólo se veían en los gañanes), con altos cuellos almidonados, corbatas también muy obscuras y sombrero de paja (hallullas), el bastón, sobre todo de caña flexible, era muy usado por viejos y jóvenes.
¡Qué severidad de conjunto! Las mujeres daban una nota más festiva, a pesar de que aún muchísimas sólo usaban el manto para andar en las calles; siempre con faldas largas y oscuras, blusas de colores más alegres, pero no mucho, grandes sombreros de paja con flores y cintas; naturalmente, el infaltable quitasol que servía no sólo para atenuar el sol, sino también para espantar moscos y “pololos”. Un conjunto de veraneantes hoy vestidos así, sería el hazmerreír de cualquier público.
Los veraneantes de estos sencillos sitios hacían entre todos vida familiar, se invitaban a modestas reuniones, se concertaban estrechas amistades y matrimonios, volvían siempre a cuarteles de invierno con alguna novedad, que a veces daba por bien empleado el veraneo; hacían picnic, paseos a caballo y hasta en carretas, que se alquilaban expresamente para paseos.
Qué sanos, qué sencillos, qué armoniosos me parecen aquellos veraneos, más bien de nuestra clase media, en que se disfrutaba de la naturaleza y se le extraía todo el encanto que sabe brindarnos, olvidados de los problemas del presente y del mañana, que nunca eran trascendentales, épocas en que no existía la tremenda inquietud espiritual y material del presente…¡otro mundo!.