*Agradecemos a la señora María Alfonsina por abrir las puertas de su casa y contarnos su valioso testimonio que conservamos desde el taller de Patrimonio e Historia para adultos mayores en San Bernardo.
Hoy, publicamos sus palabras a manera de agradecimiento.
San Bernardo, 4 de mayo de 2016
“Me vine de Los Andes a los 16 años para estudiar en Santiago y me crié con mi abuelita y una tía que me recibieron y educaron.
Nunca pensé que mi futuro sería otro, aquí, en San Bernardo, frente a esta plaza, en la calle Ramón Liborio Carvallo.
Cuando llegamos, la casa era de adobe y la plaza que ahora ves tan bonita era fea, muy fea, estaba llena de hoyos, no tenía pasto y la gente venía a botar basura.
Los vecinos teníamos que cooperar para que no siguiera creciendo el basural, por eso íbamos con baldes y regábamos los pocos árboles que sobrevivían en medio del peladero.
Después, pusimos, me acuerdo, plantitas, flores y unas banquitas para sentarnos.
Es una pena que vayamos quedando tan pocos en la población, casi todos han muerto, al menos los más antiguos, con los que llegamos a la repartición de terrenos, porque, como sabes, esto era parte de un fundo y no “tomas” como muchos pensaban.
Aquí y allá, cada uno se construyó su casita, algunas eran piececitas de barro bien modestas, pero eso no importaba porque éramos vecinos muy unidos, entre todos nos ayudábamos si nos faltaba algo.
Una vecina sembraba de todo en su patio, desde cebollas hasta tomates, a ella le comprábamos verduras frescas.
Después llegaron a vivir con nosotros mis suegros y mi cuñada; esto fue cuando mi marido empezó a hacer mejoras en la casa poniéndole ladrillos y techo sólido.
A medida que la gente empezaba a vender sus parcelitas y sus chacritas, comenzaron a aparecer nuevas villas y poblaciones.
Recuerdo que en la calle Eucaliptus, que no estaba pavimentada, había un canal que pasaba por el medio y recorría todo ese camino hasta terminar en el canal Espejino, por el “Puente de los Burros” donde hicieron una reja para atrapar todas las mugres y la basura que la gente tiraba al agua.
Varios niños se cayeron al canal que era peligroso y profundo. Tuvimos que reclamar harto para que lo canalizaran porque además cuando llegaba el invierno se salía por todas partes y nos inundábamos, era bien problemático.
Así eran las cosas, lo importante es que siempre nos arreglábamos para salir adelante con mi marido.
A veces salgo al patio y miro al Cerro Chena y recuerdo a mi viejo que tanta falta me hace.
Éramos cabros, jóvenes; yo tenía 16 años y recién a los 18 una vecina me invitó a conocer el “18 Chico” del Cerro Chena. Yo, le dije que no me atrevía a salir de la casa, pero me insistió tanto que pedí permiso con el compromiso de venirnos temprano.
Era bonito el cerro, estaba lleno de ramadas donde la gente bailaba cuecas y rancheras, comíamos empanadas, tomábamos chicha, más allá vendían volantines, los niños corrían por todas partes, en verdad la pasábamos muy bien.
Fue así como encontré a mi “amigo”, el que sería mi futuro esposo. Me invitó a bailar, nos servimos unas cositas, nos reímos y así…pololeamos como 6 años antes de casarnos.
Te puedo decir que fue “amor a primera vista”, él era tan galante y tiraba “buena pinta”.
Han pasado muchos años, vamos quedando pocos, vamos desapareciendo como lo hizo él hace ya dos años.
Los maestrancinos no recorren las calles con sus bicicletas; no van por Alfonso Donoso o Carvallo a sus casas a almorzar.
Eran tan caballerosos los “tiznados” como les decíamos; tan trabajadores y colaboradores con el barrio, todo un orgullo.
¿Sabes qué otra cosa echo de menos?, tal vez no me creas, pero extraño las “micros” que en un tiempo eran fiscales y tenían su paradero en esta plaza, después se las llevaron a la plaza Guarello.
Incluso las micros amarillas eran mejores que estas de ahora.
Con mi viejo nos subíamos a una para ir al centro, al cine Santiago que daba rotativos, como tres o cuatro películas juntas, nos pasábamos prácticamente el día entero viéndolas.
A veces, cuando tenía plata, me invitaba al teatro viejo, de la calle Prat a ver películas mexicanas. Ahora, da pena verlo así, tan botado, tan abandonado; no sé por qué no hacen algo con él para volver a levantarlo.
Otra cosa que se ha ido perdiendo es la alegría, al menos en esta cuadra todos nos conocíamos y saludábamos, incluso nos prestábamos plata cuando andábamos cortos o le encargábamos el pan a un niño de la otra esquina que pasaba por cada una de las casas recogiendo las monedas para traernos el pancito. De vuelta, el chico aparecía como con 7 bolsas repletas de pan calientito y nunca tuvimos ninguna pelea o desconfianza.
Por ejemplo, en año nuevo o Pascua nos visitábamos para darnos los abrazos, nos saludábamos y ofrecíamos pancito de pascua o bebida para conversar o compartir.
Te lo digo, la gente antigua era más alegre, pero nos hemos ido muriendo todos, se han ido los dueños de casa, ahora sólo te encuentras con una abuelita postrada y una niña en silla de ruedas en la otra cuadra.
Extraño también la escuela donde estudiaron, la “2”, que en esos tiempos estaba considerada como una de las mejores; debe ser por todo el trabajo que hicimos para arreglarla, cambiando el adobe por algo más sólido.
Te digo que nunca nos faltaron manos y si queríamos cemento, arena, ladrillos o pintura, íbamos a la ferretería y lo conseguíamos o a veces vendíamos queques, pan amasado o sopaipillas para juntar monedas y arreglar la biblioteca, para que las vecinas no tuvieran que ir a otro lado a leer.
Esto me hace acordar del funeral de mi suegro, cuando salimos de esta casa caminando hacia la Plaza Guarello, acompañados de las cuñadas, los cuñados y los sobrinos.
Mira esta foto, creo que es del año ’66, yo me quedé solita porque estaba enferma y por eso no pude ir al cementerio.
Antes se acostumbraba a fotografiar los funerales, aunque a mí no me gusta, pero era algo normal.
¿Y el funeral de mi marido?, ¡ahí sí que vi a mucha gente!, porque todos lo querían y lo respetaban.
Cuando estaba enfermo lo venían a ver y le decían: “Ya pues, don Sergio, mejórese luego. Si no se mejora, ¿quién va a terminar la casa?”. Esos mismos lo fueron a despedir el día del funeral porque el viejo era el mejor constructor que había, uno de los mejores maestros yeseros, de esos que ya no se encuentran fácilmente.
Lo malo es que era muy trabajólico, casi no salíamos, bueno, a veces los domingo, pero nada más.
Debimos escuchar más a la doctora que le detectó esa enfermedad en el corazón, esa “telita” blanca que le salió, esa cosa tan rara que nos decían los médicos del Hospital del Tórax.
Con decirte que lo vieron como 20 ó 25 médicos y la tela esa iba creciendo cada día más, tal vez fue el yeso que lo afectó, porque trabajó desde niño absorbiendo el polvo que antes usaban.
Él no lo sabía, por eso no se ponía una mascarilla para protegerse. De repente le daba una pataleta y tenía que conseguirme plata para acompañarlo al hospital, si hasta pasaba los cumpleaños acostado en una camilla. Pero, qué le vamos a hacer, así es la cosa con mi querido marido.
Al menos me dejó unos arbolitos plantados en el patio; los limones, el palto, el almendro, los damascos que siempre cuido y riego para que vivan y nada malo les pase.
La señora María Alfonsina cuenta que con la llegada del invierno, todas las poblaciones y campamentos debían soportar la crecida de las acequias y el desborde de canales de regadío, convirtiendo las calles y pasajes sin pavimentar en peligrosas trampas de barro.
Lo suyo aportaba el canal Espejino, causando inundaciones en distintos tramos, especialmente en el puente Eyzaguirre, todo por la basura depositada en su cauce.
Por si fuera poco, el mejoramiento de servicios básicos para las poblaciones no era el único norte, los vecinos se quejaban constantemente por plagas de ratones.
En otro punto menciona con especial atención la fiesta popular del “18 Chico” en los cerros de Chena, un rito necesario y que unía a la comunidad a través del paseo principal por las ramadas que exhibían llamativos nombres: “El Piojo con Hipo”, “Anticucho La Pulguita”, “La Gordita”, “La Lola” y “El Rincón Español”.
Infaltables eran las chichas “Baya” y de “Curacaví”, servidas en rústicas pipas y acompañadas con empanadas caldudas.
Mientras tanto los niños encumbraban sus volantines haciendo “comisiones” y corriendo con sendas varillas para atrapar los “chupetes” o los “pavos”.
Los recursos monetarios recaudados en la fiesta iban en ayuda de organizaciones sociales de la comuna y requería de una estructura sin precedentes.
Existen diversas versiones de cómo nació la fiesta; mientras algunos hablan de celebraciones de la familia del Presidente José Joaquín Pérez, los maestrancinos cuentan que debido a un retraso en los sueldos se quedaron sin celebrar las Fiestas Patrias y una vez regularizados, en octubre decidieron ir de paseo al cerro Chena para organizar el “18 de los picados”.
También se habla de viajes que hacían las familias el 19 de septiembre, porque no podían asistir los seres queridos de los militares de la Escuela de Infantería que desfilaban en la parada Militar.
De esta forma aparecieron comerciantes que poco a poco llegaron con sus puestos y se quedaron, convirtiéndose en un paisaje inconfundible.