Quién no ha soñado alguna vez con historias de tesoros escondidos en lugares inimaginables o recónditos, al fondo de un pique minero, en las entrañas mismas de la tierra.
Es propio de nuestra cultura, imaginar más allá de los límites donde se mezcla realidad con fantasía, como lo que se cuenta en los cerros de Catemo, frente al camino carretero que conduce a los Bajos de San Agustín y Calera de Tango; senderos antiguos y misteriosos transitados por culturas ancestrales; primero Pikunches y luego Incas, antes de la llega de los españoles.
Se distinguen luces intermitentes en los cielos y la presencia cierta de fenómenos tal vez de origen no terrestre, “orbs” que se desplazan a la velocidad de la luz, muchos de ellos en torno a minas abandonadas y cuevas tapiadas.
Durante el período colonial existió un hombre poderoso, rico y malvado, conocido en el sector por su notable ambición que lo llevó muchas veces al crimen, todo para amasar riquezas.
Este afán lo transformó en una verdadera y natural bestia de corazón negro pues casi nadie se atrevía a tratar con él, menos dirigirle la palabra.
Así, vivió solo en aquellas parcelaciones, acumulando en vasijas y cofres que fue enterrando en el cerro, motivado también por la cercanía de la muerte,
Prefiriendo llevarse aquel secreto a la tumba, sin que nadie supiera, este ricachón se fue al más allá y cuenta la leyenda que segundos antes de expirar un breve arrepentimiento asomó por su mente, pero ya era demasiado tarde.
Su alma ronda por las cercanías del tesoro, visualizándose en forma de luces discontinuas, señalando el punto exacto.
Si una persona bondadosa encontrase el tesoro y lo repartiera entre los más pobres, pero quedándose con una ínfima parte a manera de recompensa, ese día sellaría el destino infinito de esta alma en pena, liberándolo de seguir vagando. La maldición…llegaría a su fin.